Relatos, poemas, cartas...

"La nostalgia es un sentimiento que madura en el odre de la vida".

martes, 12 de abril de 2011

EL CUENTO DE ALEX


     Érase que se era un pueblecito lejano… hundido en un fértil y frondoso valle en los Montes Escandinavos. Sus habitantes eran agricultores y vivían de los productos que esa tierra fructífera les entregaba sin muchos esfuerzos. Eran felices a pesar de las largas noches de invierno y la escasa calidez del sol en verano…
     Álex vivía con su familia en una preciosa cabaña del pueblo. Era un muchacho  introvertido y poco hablador, pero querido por todos los vecinos debido a su gran corazón. Ayudaba a su padre en los trabajos de la tierra, y a su madre en lo que le era menester.
     En este pueblecito se mantenía una tradición desde hacía siglos y se llevaba a cabo cada Navidad, año tras año, generación tras generación. Los hijos de los hijos aprendían a respetarla y se sentían orgullosos de participar en esa curiosa usanza que les había merecido un lugar entre los pueblos vecinos.
     Cuando llegaba la Navidad, cada familia colocaba un abeto en su puerta y lo decoraba como mejor sabía, como mejor podía… Durante todo el invierno se preocupaban de buscar el abeto que sería aquel que diera la bienvenida en su casa, el que decorarían con todo su amor y toda su dedicación, poniendo en ello su más increíble imaginación; lo encontraban, lo elegían y lo cuidaban hasta que llegara el momento, procurando que los hierbajos del valle le permitieran crecer alto y hermoso.
     Todo este empeño y constancia que mostraban los habitantes del pueblo por esta tradición era debido a que, aquel que mejor decorara su árbol, aquel que triunfara entre sus convecinos por su gracia y su imaginación , sería… ni más ni menos… que el alcalde del pueblo durante un año.
     El padre de Álex, año tras año abrigaba la esperanza de conseguirlo alguna vez y, aunque no cejaba en su empeño, la ocasión se le escapaba de las manos cada invierno…

     Álex era amante de tardes solitarias, de paseos por el bosque acompañado únicamente por sus pensamientos y conocía casi todos los parajes que rodeaban el poblado; cada recodo de aquel frondoso bosque había sido ya recorrido por él, pero esta tarde salió más pronto que de costumbre y se propuso buscar un abeto… el más hermoso de todos, el más esbelto del valle, ése que llenaría de orgullo a su padre y al que decoraría con todo su amor para, de nuevo, apostar por el premio.
     Llegó al centro del valle, allí donde decenas de abetos compartían el sol y entrelazaban sus sombras… sus ojos de iluminaron al verlos balancearse al unísono, al compás del viento que les mecía. Unos más altos, otros más gruesos… unos de hojas más espesas, otros con distintos tonos verdosos que cambiaban sus reflejos bajo la luz del sol.
     Fue entonces cuando su mirada chocó con un abeto que le llamó la atención. Era distinto pero no sabía porqué, su vista no podía apartarse de él, no destacaba precisamente por su altura, pero sus hojas le embrujaban con sus vaivenes. Se acercó a él y le acarició suavemente. Pareció que, por un instante, aquellas pequeñas ramas se estremecían y eso le ayudó a tomar la decisión : mañana volvería a buscarle.
     Siguió más adelante y llegó a una línea fronteriza que limitaba el acceso bosque adentro. De igual forma que los abetos se habían constituido allí en una colonia, un poco más allá, limitando el terreno, se encontraban las zarzas, inexpugnables con sus punzantes espinas, secas y grises cual pena en el corazón de un niño.
     Desde lejos, Álex no adivinó su encierro, porqué, mientras iba silbando aquella canción con la que su madre antaño le acunaba, los zarzales comenzaron a abrirse a su paso, dibujando un sendero por donde el muchacho penetraba sin dificultad, a la par que se cerraba tras de sí, como una cortina al finalizar la representación de los actores.
     No volvió la vista atrás… lo que encontró frente a él no le dio tiempo a preocuparse por otra cosa que no fuera aquello que tenía ante sus ojos asombrados. Se extendía ante él una minúscula pradera tapizada de hierba verde, humedecida aún por las gotas del rocío de la mañana, un lugar fértil y pacífico rodeado y protegido por los zarzales y los espinos. Era un lugar encantado que jamás soñó con encontrar… un paraíso en el bosque como un oasis en el desierto, tapizado de luz y de color.
     Permaneció allí de pie un largo rato, y pareció darse cuenta de la situación. Los abetos y los zarzales habían mostrado su hostilidad, ninguno de los dos bandos permitía al otro introducirse en su terreno, era como una rivalidad con la que habían entrado en pugna desde tiempos pretéritos. Se respetaban mutuamente pero no compartían el territorio, y entonces se le ocurrió, una lucecita se encendió en su interior y, feliz por su decisión se fue a casa con una sonrisa de satisfacción.
     Aquella noche soñó con su abeto, se abrazaba a su tronco y… crecía… crecía… le alzaba desde el suelo hacia las nubes, estuvo a punto de tocarlas con sus dedos cuando la luz del amanecer le despertó.
     Se vistió rápidamente y se dirigió al bosque, desayunando por el camino y acelerando el paso para llevar a cabo su objetivo.
     Al llegar junto a su árbol, con mucho cuidado cavó a su alrededor y le desenterró, lo tomó entre sus brazos y se dirigió hacia la barrera de los zarzales. Comenzó a silbar esa canción de cuna y, poco a poco, las zarzas se fueron abriendo para abrirle el paso y cuando llegó a su paraíso, allí en medio, lo volvió a plantar. Él sería el puente entre sus compañeros y los zarzales, un precioso abeto que despuntaría entre ellos y desde  lejos, le mirarían los demás, deseosos de estar allí… se abandonaría el recelo, se abrirían las fronteras y se ensancharían caminos, desaparecerían los rencores y el bosque volvería a renacer.

     Cada día iba a verle, estaba orgulloso de ver a su abeto como, día a día, crecía y crecía… y se alzaba orgulloso entre las zarzas que compartían con él las riquezas de esa tierra fértil que les rodeaba. Ya no estaba tan marcada la distancia entre los dos bandos, algunas zarzas se habían atrevido a alargar sus espinos hasta la misma base de los primeros abetos y, éstos les agradecían la protección recibida.
     Aquella tarde, como tantas otras, Álex se encaminó hacia el bosque, en busca de su nuevo amigo. Los zarzales le abrían paso al oír su melodía, y alzaban sus espinos para ni siquiera rozar al muchacho.
     Se acercó a su abeto y le saludó como siempre. Alargaba los brazos para acariciar sus hojas y las ramas, crecidas ya, se inclinaban débilmente para sentir la suavidad de aquellas caricias que él les regalaba todas las tardes.
     Parecía que la brisa era cómplice de aquella amistad, pues a cada soplo las hojitas del abeto temblaban al unísono, como si quisieran corresponder de alguna forma al muchacho. Los pájaros revoloteaban a su alrededor y un par de ardillitas jugaban a trepar por su tronco.
     Se sentó de nuevo sobre la hierba, las piernas cruzadas y los codos apoyados sobre sus rodillas, y siguió observando aquella maravilla de abeto. Conocía cada rama, cada nido, cada nudo de su tronco… los había recorrido con su mirada tantas veces que no había un recodo desconocido para él.
     Se acercaba el gran día, llegaba el momento de dar a conocer a todos el resultado de tantos cuidados y atenciones. Pero aquella tarde, las hojas del abeto no temblaron bajos sus manos, no se oía a los pájaros revoloteando… ninguna ardilla jugando en el grueso tronco, no soplaba la brisa del atardecer y las espinas de los zarzales se encorvaban para arrastrarse por la hierba…
     Puso una mano en su pecho y alargó la otra para sentir el contacto de su amigo el abeto. Entonces lo comprendió todo… Álex sintió un pinchazo en su corazón al darse cuenta de lo que pasaba. Se acercaba el gran día, sí… un gran día para él y para la gente de su pueblo, una gran fiesta, llena de risas y canciones, pero… un día lúgubre para los habitantes de aquel bosque, que serían arrancados de su morada, talados y decorados por capricho de todos, anulando así su vigor y dejándoles morir quemados en la chimenea cuando se secaran y ya no fueran necesarios.
   Sus ojos se fueron empañando, poco a poco las lágrimas resbalaron por sus mejillas y un dolor intenso inundó su corazón. Triste y cabizbajo, con una enorme sensación de impotencia, regresó a casa…
     A la mañana siguiente, a los primeros destellos del sol, los aldeanos empezaron ya a desfilar, cada uno al encuentro de aquel abeto que situarían en la entrada de su casa. Con el hacha sobre los hombros, cada uno por su lado, poco a poco, el poblado se quedó vacío…
     El padre de Álex, preparado ya para la marcha, llamó a su hijo, pero éste le dijo que no iba, le rogó que, por primera vez, confiara en él, que no le defraudaría. Este año quería hacer las cosas a su manera, de una forma muy especial, y esperaba que su padre se lo permitiera.
     Su padre no comprendía, pero sin más preguntas, asintió y se retiró de nuevo hacia el interior de su casa.
     La música y la diversión envolvieron la jornada, acompañando el ir i venir de todos y cada uno de aquellos que, con gran nerviosismo, decoraban su abeto.
     Llegó el momento de la elección. Decenas de abetos se atrincheraban ante las puertas… cientos de colores y de luces parpadeaban alrededor de ellos, cada uno con algo especial, todos igualmente hermosos y perfectamente decorados. Los jueces se asombraban de tanta belleza, cada cual más espléndido, a cada paso otro más espectacular… Y al fin llegaron ante la puerta de Álex. No había abeto… ¿Cómo era eso posible?...
     Un silencio sepulcral absorbió el aire, todos se miraban entre sí extrañados y empezaron a oírse murmuraciones en voz baja. Entonces Álex, cargándose de valor, dio un paso al frente y se colocó ante los jueces. Les pidió algo especial, les explicó que su abeto estaba en otro lugar y les rogó que le siguieran para poder verlo. Extrañados, aceptaron la propuesta y se dirigieron con Álex hacia el bosque, seguidos por el resto de la población, que seguía murmurando en voz baja, incapaz de comprender lo que pasaba.
     Llegaron a los zarzales y las voces de los vecinos empezaron a sonar más fuerte, decían que por allí era imposible pasar, que ellos lo habían intentado muchas veces, y sus padres...y sus abuelos…pero que no había nada al otro lado, sólo zarzas secas y llenas de polvo, que crecían entre aquel suelo yermo y seco.
     Cual no fue su sorpresa al ver que los zarzales abrían sus ramas al compás de la canción de Álex… Como una procesión silenciosa, conteniendo la respiración, todos iban caminando entre aquella grieta que se abría para ellos, siguiendo los pasos de Álex.
     Y allí estaba… espléndido, se alzaba ante ellos. Álex, con un gesto de orgullo, extendió el brazo derecho señalándole, al tiempo que se giraba hacia ellos y les decía:
     - Aquí está, ese es mi abeto… mi querido abeto.
     Quedaron boquiabiertos, maravillados… y como si estuvieran de acuerdo, desde el fondo de sus gargantas salió unánime una exclamación:
     - ¡¡¡ OHHHHHH ¡!!
     No sabían donde mirar primero, las hojas verdes brillaban bajo el sol, eran pequeños destellos que producían las luciérnagas desde su interior… Las ramas ondeaban columpiadas por la brisa, movimientos que dejaban al descubierto los cálidos nidos de los pájaros en cada arqueo… Las ardillas saltarinas recorrían su tronco una y otra vez, subiendo hasta la copa y volviendo a bajar apresuradamente para ocupar su lugar como si de bolitas de Navidad se tratara… un arco iris de colores recubría toda su superficie.
     - Qué maravilla!
     Los jueces decidieron que, sin lugar a dudas, ese era el abeto más espléndido del poblado y empezaron las exclamaciones y los vítores.
     Álex se abrazó a su padre, que, con los ojos humedecidos por las lágrimas le susurró al oído:
          - Lo has conseguido… estoy orgulloso de ti, hijo mío.

     Le aclamaron todos como alcalde del poblado y entonces fue cuando él, con el brazo en alto pidió silencio, para decirles:
     - Voy a dictar mi primera ley, desde aquí mismo, desde este maravilloso paraje que a partir de ahora sabremos salvaguardar - carraspeó, para continuar con voz más fuerte –  A partir de este momento, queda totalmente prohibido talar árboles, celebraremos nuestra fiesta en el bosque y decoraremos los abetos desde su mismo lugar de origen.
     Todos aplaudieron su decisión y, entre vítores y gritos de “¡Viva el alcalde!” le llevaron a hombros hasta el poblado.






2 comentarios:

  1. Un cuento precioso, que nos da una lección bastante importante. El respeto a la naturaleza, y el cariño por ella.

    Un saludo.

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  2. Gracias amanecer por tu comentario, desde luego esa es la intención de la historia.
    Un cordial saludo.

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