La tarde es calurosa. Un campo de remolachas se observa en el horizonte, donde diminutas nubes blancas carentes de lluvia luchan contra el implacable sol.
Ensimismado en mi habitación por la escena y rodeado de pilastras de libros, me dispongo a desahogarme y escribir una nueva historia con la que cumplir mi objetivo semanal. Una tarea que mi única neurona realiza con esfuerzo y arrojo y que quiero enfatizar.
Como cada semana, viajo a la página donde Monelle ha dejado incrustadas las palabras para el juego, las traslado a mi hoja en blanco de Word y tras almacenarlas y grabarlas en mi cerebro comienzo la aventura.
Mi neurona emprende ávida por vericuetos a veces insospechados un viaje a la búsqueda de vocablos para su creación. Si bien son muchos y diversos, tres son los principales caminos que recorre, cada uno con su idiosincrasia y color pertinente, verde sentimiento, azul armonía y blanco pureza. Tras acarrear unas cuantas palabras las mezcla en una coctelera translúcida con el dibujo de un clavel rojo como signo de diseño y modernidad, la agita y una a una brotan las frases de la fábula como crisálidas en una noche de verano.
En ocasiones aparecen términos enrevesados y difíciles de insertar, entonces, haciendo gala de la astucia y el diccionario (un tandem natural) agudiza el ingenio y las incrusta de modo ocurrente y sugestivo.
Verla afanada es todo un reto, compite frente a equipos de neuronas, más ágiles, más preparadas, más veloces... aun así no desiste y lucha con la esperanza de narrar algo interesante.
No es una neurona cualquiera, ni siquiera es inteligente, es una simple neurona amante del reto, donde goza en cada frase que compone, amiga de todas las demás neuronas que componen esta cándida estirpe y que se pinza con asiduidad.